viernes, 30 de junio de 2006

EL PATIO NUMERO DOS

Y siguiendo con los cuentos terroríficos, a continuación: "El patio numero dos" de Nilas Solano. Narración exclusiva, aparecida en los Tococuentos I.
Las pisadas de la vacilante figura se traducían en sonidos secos y claros, cuyos ecos amplificaba la solitaria noche costera.
-¡Otra vez se me pasó la mano! -mascullaba para sí Roberto Méndez, recriminándose de nuevo por exceso de alcohol que consumió en el Leo’s de la calle 21 de Mayo, uno de los bares céntricos del puerto.
La caminata se le tornaba cada vez más fatigosa. Los efectos de los vapores etílicos nublaban su vista y esto le producía constantes vaivenes en su desplazamiento, amenazando a cada instante dar por el suelo con su respetable estructura osea.
Para colmo de males, su domici
lio se encontraba en la parte alta de la ciudad y gran trecho de ese recorrido debía efectuarlo por una pronunciada pendiente de veredas -una vez dejada atrás calle 21 de Mayo y la plazoleta O’Higgins-, tomar Tercera Poniente, algunos pasajes de atajo, hasta alcanzar la Avenida Chorrillos, lugar en que la urbanización volvía a recuperar niveles planos.
Se detuvo en la esquina donde se ubicaba un famoso burdel y aún, dentro de su embriaguez, le llamó la atención que estuviese cerrado. Dio una ojeada a su reloj de pulsera y exclamó:
¡Un cuarto para la una y el «1313» y... cerrado!... ¿Se habrá muerto la «Tía Doris»? -exclamó jocosamente para sí.
Descansó unos instantes, metiendo sus manos en los bolsillos. A pesar de su intemperancia, sentía frío en aquella silenciosa noche otoñal. Efectuó una susurrante exhalación en cortos soplidos levantando su vista hacia el nor oriente, calculando mentalmente el esfuerzo adicional que le significaría tomar por algunas de las calles que corrían paralelas al cementerio de la ciudad, lugar de tránsito obligado hacia su hogar.
Reemprendió con lentitud la caminata, sufriendo continuos tropezones y lamentándose por lo bajo, por carecer de un automóvil que le evitara el calvario del ascenso. Reflexionaba, también, sobre la posibilidad de adquirir una vivienda más cercana a la hondonada donde se encontraba el núcleo central del pueblo.
Se hallaba sumido en esas divagaciones, matizadas de una mayor emocionalidad, causada por los efectos del licor, cuando ante su vista apareció la muralla de cal blanca que anunciaba la presencia del camposanto. La pared circundante, de un altura aproximada de tres metros, no impedía ver por sobre su borde superior parte de las típicas simbologías sepulcrales: cruces de todas formas y tamaños ubicadas en distintas posiciones.
Contempló esa construcción con absoluta indiferencia. Estaba acostumbrado a su presencia, desde que era niño incluso, cuando saltaba sus cornisas más bajas, del lado opuesto, para efectuar correrías y travesuras infantiles.
La calzada, en cuya orilla se encontraba detenido, se dirigía en línea recta hacia calle Costanera y la playa. Desde el punto de fuga que formaban las lineas luminosas de los mortecinos faroles del alumbrado público, ascendían los fuertes ecos del retumbar del oleaje del mar cercano. La bruma costera dificultaba la visión en ese sentido y la incipiente «camanchaca» que solía cubrir ese sector poblacional ya anunciaba en sucesivos cúmulos su aparición, desdibujando las escasas luces del balneario «Caleta Vieja» que se divisaban fantasmagóricas a la distancia.
Reparó, cosa bastante frecuente, en que la puerta sur poniente del cementerio, frente a él, se encontraba sin cadena y ligeramente entornada. Esto le provocó un cierto alivio. Tomar un atajo por el camposanto siempre resultaba más aliviado y constituía una ruta abrigada del viento frío y la humedad pegajosa de la camanchaca.
Dirigió sus pasos hacia el umbral y no sin esfuerzo, giró un poco más la hoja entreabierta del pesado portón de madera.
En el interior, el paisaje era de la lobreguez esperada. Las innumerables tumbas y sepulcros reflejaban matices claroscuros, producidos por la luz que alcanzaban a prodigarles los postes de alumbrado exterior y la suave presencia luminica de la luna llena, que colgaba en un oscuro telón de fondo, cuya base lo constituía el ángulo formado por los cerros de la cordillera de la Costa que señalan una de las tantas aberturas de las quebradas que desembocan hacia el plano urbano. Por sobre el horizonte del camposanto se destacaban, débiles, algunas luces de las viviendas y faroles de las faldas de los cerros circundantes al pueblo. Advirtió que parte de la insidiosa camanchaca había bajado sobre ese sitio de eterno reposo, creando una atmósfera etérea y fantasmal. Emprendió el camino, mirando cabizbajo el movimiento de sus zapatos y también el entorno inmediato. Tomaba las precauciones necesarias para no chocar con alguna piedra o perder el equilibrio en las continuas depresiones en la tierra seca y dura que revelaban excavaciones a pala y picota para obtener tierra, la que era apilada en pequeños cúmulos en distintas direcciones.
Ese era el Patio Número Dos. Llamado así porque el camposanto se componía de dos sectores. El Patio Uno contenía todas las inhumaciones posteriores a su edificación y el Patio Número Dos, por donde transitaba Méndez, había servido de receptáculo de todos los traslados de tumbas y féretros que habían sido exhumados del antiguo panteón ubicado en la playa cercana. Esta peculiar mudanza se volvió absolutamente necesaria, pues el crecimiento de la ciudad atrapó ese viejo camposanto, que en la antiguedad se encontraba en la periferia norte de la pequeña ciudad. Ahora, la presencia del Estadio Municipal, plazas, liceo, escuelas, bencineras, a su alrededor, lo constituían en un punto negro y deprimente para el bullente sector. Para colmo, un terremoto había destruido gran parte de los nichos y mausoleos, confiriéndole un aspecto macabro. A este sector fueron a dar todos los restos que fue posible recuperar; muchos otros quedarían para siempre olvidados hasta cuando las motoniveladoras y las retroexcavadoras dieran vuelta ese terreno, donde se proyectaba construir otro recinto deportivo. Además, este patio presentaba grandes zonas baldías y terrenos removidos. Seguramente seria la continuación para nuevas planificaciones funerarias, cuando el patio principal ya no diese abasto. Más arriba, hacia su costado izquierdo, se destacaban los planchones de metal, levemente irisados por el brillo del reflejo lunar, de la explanada donde se ubicaba la Fosa Común. Ese lugar siempre le producía algún escalofrío y una sensación de infinita y lúgubre orfandad:
allí se depositaban los restos de aquellos sin nombre y sin parientes que les recordasen. Los vagabundos, los desconocidos, fallecidos en calamidades y tragedias, especialmente el famoso aluvión del año 1940 que se llevó casi un tercio de la parte norte de Tocopilla, donde se ubicaba la famosa población «La Manchuria». A veces, algún alma caritativa encendía, cerca de la trampilla de fierro, donde eran arrojados sin mayores miramientos, alguna velita y la adornaban con alguna corona de flores, a modo de modesto recordatorio a sus mudas e ignoradas tragedias personales. Gran parte de los despojos más antiguos del viejo panteón habían terminado arrumbados sin delicadezas en la insondable y tétrica oscuridad de esa enorme cavidad.
Méndez esbozaba tales reflexiones cuando vio esa extraña pareja... Delante de él, aproximadamente a cuarenta metros, se desplazaban una mujer y un niño.
El menor jugaba y reía tomado del brazo de la que parecía su madre. A veces se soltaba y daba unas correteadas traviesas en torno de ella. Al parecer, no se habían percatado de su presencia, pues la figura femenina, erguida, avanzaba sin dar indicios de volver el rostro hacia atrás.
Se admiró de que tales personas se atrevieran a hacer ese recorrido. La mayoría de la gente evita los panteones por temor de las incontables leyendas de apariciones que suelen rondar ese tipo de sitios. Especialmente tratándose de una mujer y un infante. El mismo, que conocía tanto este cementerio, en estado normal de temperancia lo hubiese pensado más de una vez antes de ingresar a esas horas. Pero también conocía los efectos que el alcohol provocaba en su presencia de ánimo, otorgándole una audacia e indiferencia a situaciones atemorizantes, que en más de una ocasión le había significado entreverarse a puñetazos en alguna taberna o casa de prostitución.
De pronto, el niño se acercó corriendo y saltando hacia él y lo rodeó en un alambre de persecución, típico de los menores cuando se encuentran pletóricos de energía.
Se trataba de un hermoso pequeño. Su pelo era rizado, rubio y sus ojos brillaban cuando le dirigía fugazmente la vista. Sin embargo había algo en él que le inquietó...
Su tez no mostraba los colores rosados típicos de la lozanía juvenil y su indumentaria no le era en absoluto familiar. No se trataba de la típica jardinera de jeans o de los pantalones de franela. Se le ocurrió a Méndez que su vestimenta, un camisón de mangas anchas con vuelos en los extremos y en el escote, era desusada para esta época. Sin embargo, su mente no estaba para tales disquisiciones. Hacia ya bastante tiempo que desconocía los pormenores de la moda juvenil y de cualquier otra. En realidad, desde que sufriera la separación de su esposa, muy pocas cosas le importaban en la vida. No era casualidad su compulsiva tendencia a la bebida, surgida de ese quiebre sentimental. Todos esos pensamientos, que herían su corazón, se amplificaban en repercusiones anímicas que le llevaban a mirar con una curiosa identificación los nichos cercanos y las construcciones mortuorias. Vela en esas manifestaciones de la inexorable muerte física un reflejo de su propia desolación interna. El embotamiento que le provocaba el licor contribuía a esa rumía emocional.
No supo cuánto tiempo estuvo sumido en esas meditaciones, lo concreto es que cuando alzó la vista, la mujer y el niño habían desaparecido...
Esta curiosa constatación contribuyó a remecerlo de su sopor. La inquietud ante una situación tan ilógica tomó de sopetón las riendas de su pensamiento. Empezó a recapitular sobre el tiempo que le habían tomado sus anteriores reflexiones y el divagar de su vista sobre los sepulcros cercanos, pensó que sólo habían sido unos instantes... ¿Entonces ... ? ¿Dónde había ido la extraña pareja ... ? Sus ojos recorrían velozmente todos los posibles pasajes que se detectaban en medio del sombrío recinto intentando divisar sus siluetas. Sus indagaciones eran casi desesperadas, necesitaba obtener respuesta basada en aconteceres normales, pues una lenta inquietud iba germinando en su ser. Ese desasosiego amenazaba constituirse derechamente en una sensación casi desconocida para él.... miedo... Un temor corría por su cuerpo a la par de un brusco aumento de la sudoración. En eso escuchó nuevamente la risa... Era suave y cantarina, como agua vertida en una fuente de metal que, a pesar del eco del oleaje que rompía en la playa cercana, se oía nítidamente. Volvió su cabeza hacia atrás sobresaltado y cuál no sería su sorpresa!...
Tras él, a 50 metros, se acercaban la dama con el niñito.
Su Súbito temor se transformó en una cínica alegría, mientras comentaba para si acremente:
-¡Lo que me faltaba. A mis años ponerme asustadizo Hizo un especie de gesto con su mentón que intentó ser un saludo cómplice. Estuvo a punto de hacerles ver el susto que le habían causado pero se contuvo pensando que esa expresión era suficiente.
Sin embargo, había algo en esa silueta femenina que le preocupaba: aún no habia podido ver su cara. Cuando la divisó al encontrarla por primera vez, ella iba adelante. Ahora, la lobreguez del ambiente, su oscuro traje y el rebozo que cubría casi todo su rostro no permitía verle siquiera alguna porción de su frente brillando contra la luz de la luna.
Antes de volver sobre sus pasos se sintió un poco turbado por no recibir ninguna manifestación, ni siquiera un movimiento de cabeza, que delatara un reconocimiento a su presencia. Al menos, ese mínimo tipo de venia o saludo, algo absurdo o ridículo, que se dispensan los seres humanos cuando se encuentran de improviso en alguna soledad -pretendiendo, tal vez, reafirmar que pertenecen a la misma especie o que, dada la situación, significa un gesto de cordialidad, o aviso-, observó algo extraño...
La indumentaria de la mujer era inverosímil. A pesar de la vida huraña y reñida con los usos sociales que llevaba desde hace algún tiempo, podía reconocer aún las vestimentas típicas del sexo opuesto. Lo que le sobresaltaba era que conocía perfectamente la que la mujer llevaba, aunque le parecía fuera de contexto para la época: se trataba de un luto. Y no sólo eso, era un tocado de luto antiguo. A su mente vinieron escenas de su niñez, cuando en más de una oportunidad, en algunas exequias familiares, observó que las mujeres más ancianas utilizaban esa indumentaria: un vestido, largo hasta los pies, que no permitía ver ni la punta de los zapatos. Tal vez por eso daba la impresión que se deslizaba por el suelo que caminaba. Pero no dejaba de extrañarle la falta de sonido de su traje, que necesariamente debía rozar con las piedrecillas y cascotes que se encontraban diseminados por la senda que transitaba. La silueta que recortaba esa vestidura se abría en su circunferencia máxima a nivel de las caderas y se reducía apretadamente en su cintura. Esa exageración en los cortes le llevó a una conclusión que se le antojó descabellada. ¡No podía ser un vestido con armado! ¡Habían dejado de usarse por lo menos hace cincuenta años! Sin embargo, toda la estructura de la vestimenta así parecía indicarlo.
Méndez siguió caminando delante de ellos, analizando en su memoria visual otros detalles que le preocupaban: creyó advertir que la mujer usaba guantes negros, y los remates de las muñecas del vestido eran de encajes negrísimos. Adivinaba, pese a la semipenumbra, que ese vestido era de una sola pieza y sin escote, rematado también a nivel del cuello en añosos y nostálgicos vuelillos semejantes a los que destacaban en sus muñecas. Le llamaba la atención el enorme rebozo. Cubría totalmente su cabeza y uno de sus extremos, el derecho le pareció, daba vuelta sobre su hombro izquierdo, escondiendo totalmente su mentón y parte de su boca... Pero le intrigaba no ver ni su nariz al menos, o el reflejo de sus ojos. ¡Nada! El conjunto sólo era un nimbo oscuro y profundo que hizo renacer su inquietud. En estas cavilaciones se encontraba cuando divisé, a pocos metros hacia adelante, el arco de concreto que daba paso al patio principal. A su lado derecho estaba esa curiosa sepultura que representaba una catedral gótica con todos sus detalles. Tuvo entonces una idea -sin saber lo mucho que se arrepentiría más tarde- para sosegarse de tantos aspectos desconcertantes de las dos personas con quienes había compartido esa desolada y tenebrosa ruta durante un rato.
Decidió simular que contemplaba con atención la catedral mortuoria, deteniéndose frente a ella, a la espera de que la mujer se acercara, para poder contemplarla a su antojo y satisfacer su curiosidad aunque fuese por el rabillo del ojo.
En esa faena se encontraba cuando nuevamente sintió la risa del menor. Experimentó un terrible sobresalto que lo paralizó en el lugar. No era la composición de la risa, sino su eco.
Le pareció que provenía de todos lados, como si recorriese a saltos las tumbas y criptas que le rodeaban. No supo por qué ese fenómeno auditivo, acaso, producto de su semiborrachera, lo alteraba de esa manera. Descubrió con espanto que no era sólo esa extraña resonancia, sino que a su mente acudieron de golpe todas esas inquietantes coincidencias que fraguaron en su mente una conclusión que su conciencia no quiso aceptar. Prefirió volver con rapidez su cabeza, intentando inútilmente huir de esa aterradora y fantástica comprensión, esperando en vano que la certidumbre de aquellas dos presencias alejaran una ominosa sensación de horror.
Lo que vio le hizo proferir un alarido demencial, sus ojos amenazaban con escapárseles de las órbitas, El estado de somnolencia etílica desapareció en el acto. Emprendió entonces una carrera de locura tropezando con las tumbas que se presentaban en su camino. No recordaría jamás cuántas veces cayó entre sepulcros y cercas de panteones en su huida atenazada por el pánico más espantoso, ya privado totalmente de juicio; ni de qué forma saltó por sobre la pared tapizada de nichos que le separaba de la vereda que circundaba la entrada del Patio Número Uno. Sólo recordaba los rostros demudados de los carabineros que le encontraron tumbado en el pavimento dos cuadras más allá del camposanto, gritando enloquecido.
¡La mujer... y el niño que se reía a carcajadas ... ! -gritaba con sus dedos engarfiados en los terciados del oficial que le sujetaba de los hombros hincado junto a él, trasmitiéndole el intenso horror que experimentaba-...Estaban de pie sobre ese lugar, mirándome... mirándome. ¡La mujer no tenía rostro! Sólo era una sombra aterradora y profunda... y desaparecieron... ¡fueron tragados lentamente por la tierra hasta que desaparecieron los dos!...
Luego hizo una pausa y relajando un poco la tensión de sus dedos, volvió su rostro hacia el pecho, casi entre sollozos:
-¡Se esfumaron, mi sargento!... Se esfumaron entre las planchas de acero... ¡de la Fosa Común!

(La presente narración forma parte de mi libro titulado «Relatos Chilenos de Miedo y Neblina». Esta versión es la original en la cual se detallan aspectos conocidos sólo por coterráneos, los cuales por razones de generalidad, se omitieron de la versión publicada. NA).-

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